jueves, 25 de noviembre de 2021

El despertar de Hayes

Una fría noche de invierno de 1981 me desperté con un dolor punzante en el brazo izquierdo y con el corazón saltándome en el pecho de tal modo que parecía que se me iba a salir por la boca. Me levanté de la cama y me senté en el suelo, con las piernas cruzadas, aferrado a la espesa alfombra marrón y dorada, mientras intentaba entender lo

que me sucedía. Era como si tuviera una losa pesada en el pecho. Entonces, y con una satisfacción tan profunda como perversa, me di cuenta de que estaba teniendo un infarto de miocardio. No era otro ataque de pánico. Esto no era un truco de mi mente enferma.

 Era real. Era físico. «Estás sufriendo un infarto —pensé—. Tienes que llamar a una ambulancia.» Recuerdo haber pensado lo extraño que me resultaba estar sufriendo un infarto de miocardio: «Esto no debería pasarle a un hombre de treinta y tres años». Mi padre, Charles, había sufrido un infarto de miocardio a los cuarenta y tres años de edad, pero

era un alcohólico con sobrepeso que fumaba como un carretero. Era un hombre afectuoso, pero triste, que había abandonado una carrera prometedora en el béisbol profesional y se había convertido en comercial (durante un tiempo vendió cepillos de puerta en puerta) y que no había podido aceptar cómo le habían ido las cosas. Yo no fumaba y tampoco bebía en exceso. No llevaba a mis espaldas el peso de mis fracasos

como una bolsa de carne podrida cuyo hedor solo se podía disimular con un gin-tonic tras otro. Estaban a punto de recomendarme para una plaza de profesor titular en una importante universidad estatal.

 Y, sin embargo, los signos eran inconfundibles. Apoyé dos dedos en el cuello para tomarme el pulso. «Como mínimo, ciento cuarenta pulsaciones por minuto», me dije. Mi sensación de satisfacción justificada se intensificó. Estaba pasando de verdad. La voz de mi cabeza me apremiaba: «Tienes que ir a urgencias. No es una broma. Llama a una ambulancia. No puedes conducir así». Me detuve, pero la voz se hizo aún más insistente: «Hazlo. Y hazlo ya». Tendí la mano para coger el teléfono y hacer la llamada, pero estaba temblando tanto que lo derribé y cayó al suelo. Entonces, mientras me encontraba allí tendido,

empecé a sentir una extraña desconexión del cuerpo, como si estuviera junto a mí, mirándome desde fuera. El tiempo se ralentizó, era como ver una película a cámara lenta. Aunque la mente me gritaba que estaba a punto de morir, parecía estar observándome a  mí mismo desapasionadamente y desde un lugar muy alejado del drama. Observé cómo

tendía una mano para aferrar el teléfono, que seguía pitando en el suelo, y me sorprendí al ver que la mano dudaba y se retiraba de nuevo, para volver a descansar en mi regazo. La mano lo hizo otra vez: se estiró rápidamente para volver a retroceder poco a poco. Y otra vez.

«Qué cosa más rara, fíjate», pensé.

 

Empecé a imaginar lo que sucedería si hacía la llamada. Vi cómo se desarrollaba el drama de ser transportado al hospital y de llegar a urgencias como si fuera el avance de una película. Sin embargo, la escena final me horrorizó, porque de repente me di cuenta de lo que esa «película» iba a explicar. «Oh, no —supliqué internamente, esperando una salida—. Por favor, eso no.»

 

En mi imaginación, un doctor joven y algo engreído se inclinaba poco a poco sobre mí, aún en la camilla y, cuando me fijé en su cara, vi que me miraba con desdén. El corazón me dio un vuelco y un escalofrío me recorrió de arriba abajo. Sabía lo que estaba a punto de decirme.

«Doctor Hayes..., no está teniendo un infarto de miocardio —entonó con una mueca cada vez más pronunciada—. Lo que está teniendo es... un ataque de pánico.» La pausa era dramática, para intensificar el efecto.

 

Sabía que tenía razón. No haría la llamada. No pensaba montar ninguna película esa noche. Sencillamente, acaba de descender otro peldaño en el infierno de mi trastorno de pánico. Mi mente había logrado convencer a mi cuerpo para que imitara un infarto de miocardio.

Algo en mí no funcionaba y estaba tan estropeado que nada ni nadie podía salvarme. Había intentado todo lo que se me había ocurrido para superar la ansiedad, pero esta no había hecho más que crecer. No tenía escapatoria. De mi interior salió un extraño y prolongado grito ahogado, lleno de desesperanza. Solo había oído salir de mí un grito semejante en una ocasión anterior, cuando trabajé en una fábrica para pagarme los estudios y quedé atrapado en una máquina gigantesca que

hacía papel de aluminio y que casi me aplastó. Ahora me sentía tan atrapado como entonces. No era un grito cualquiera. Era un grito de desesperación. Un grito ante la muerte inevitable.

 

Efectivamente, algo murió esa noche. Pero no fue mi yo físico, sino mi

identificación con la voz de mi cabeza. Esa voz incesante y crítica que había convertido mi vida en un verdadero infierno.

Ese largo grito no era esperanzador. No era un plan. Solo significaba una cosa: «Basta ya». Estaba harto.

Permanecí sentado en silencio varios minutos más. Sin planes. Sin soluciones. Sin contraargumentos. Sencillamente, un «¡no!, ¡basta ya!».

Entonces sucedió algo. En cuanto toqué fondo, sentí como si se hubiera abierto una puerta. Vi que disponía de una alternativa potente que me llevaría en la dirección opuesta, a ciento ochenta grados de la que había mantenido hasta entonces. De repente, tuve una imagen clara del Dictador Interior, casi como una entidad ajena a la que yo mismo había permitido que me gobernara. Yo había permitido que la voz suplantara a la parte de mí que tenía conciencia y capacidad para decidir. La experiencia fue como desaparecer en una película para, entonces, darme cuenta de que en realidad estaba sentado en una butaca y que solo era un espectador. Había desaparecido durante años en mi propia mente y en sus dictados. De repente, ya no veía mi situación desde la perspectiva de la «historia de yo»; el yo que estaba observando

estaba más allá de las historias basadas en el ego, ya fueran buenas, malas o indiferentes.

 

El yo que estaba observando carecía de límites que se pudieran palpar de forma consciente, no era más que conciencia; conciencia desde la perspectiva del aquí y ahora. En un sentido profundo, era conciencia en estado puro. Este fue mi primer viraje, desde mi yo conceptualizado y definido por el Dictador, a un yo que adoptaba perspectiva. Vi con repentina claridad que las historias que mi mente analítica me había contado acerca de mí mismo no definían mi identidad, sino que eran

el producto de un conjunto de procesos cognitivos que estaban en mí. Eran procesos que podía usar como herramienta si así lo decidía, pero no estaba obligado a escucharlos y, ciertamente, no definían quién era.








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