jueves, 25 de noviembre de 2021

El despertar de Jeff Foster

UN PASEO BAJO LA LLUVIA, por Jeff Foster
(El texto a continuación es un extracto editado del libro de Jeff Foster “Más allá del despertar – el final de la búsqueda espiritual”.)


“En la separación existente entre sujeto y objeto se asienta toda la miseria de la humanidad.” — J. Krishnamurti
Todo comenzó (y debo decir que no es mucho lo que ahora puedo recordar) una fría y lluviosa tarde de otoño en Oxford mientras paseaba. El cielo estaba oscureciendo y yo me arropaba en mi nuevo abrigo cuando, súbitamente y sin advertencia previa, la búsqueda de algo más se esfumó y, con ella, toda separación y toda soledad.
Y con la muerte de la separación, yo era todo lo que había. Yo era el cielo oscuro, el hombre de mediana edad que paseaba con su perro perdiguero y la anciana menuda que caminaba torpemente con sus botas de agua. Yo era los patos, los cisnes, los gansos y el pájaro de aspecto divertido con cresta roja en la frente. Yo era el encanto otoñal de los árboles y el barro que se me pegaba a los zapatos; yo era todo mi cuerpo, los brazos, las piernas, el torso, el rostro, las manos, los pies, el cuello, el pelo y los genitales. Yo era las gotas de lluvia que caían sobre mi cabeza (aunque, hablando con propiedad, no se trataba exactamente de “mi” cabeza, pero como desde luego estaba ahí, considerarla “mi cabeza” era tan adecuado como cualquier otra cosa). Yo era el chapoteo del agua en el suelo, el agua que se acumulaba en los charcos y llenaba el estanque hasta el punto de desbordarlo. Era los árboles empapados de agua, el abrigo empapado de agua, el agua que todo lo empapaba. Yo era todo empapado de agua y hasta el agua empapada de sí misma.
Entonces fue cuando lo que, durante toda mi vida, me había parecido lo más normal y corriente se convirtió súbitamente en algo tan extraordinario que me pregunté si las cosas no habrían sido siempre tan vivas, claras e intensas. Quizás había sido mi búsqueda vital de lo espectacular y de lo extraordinario la que me había llevado a desconectarme de lo absolutamente ordinario y a perder también el contacto, en el mismo movimiento, de lo absolutamente extraordinario.
Y lo absolutamente extraordinario de ese día era que todo estaba empapado de agua y yo no estaba separado de nada; es decir, yo no estaba. Como dijo un viejo maestro zen al escuchar el sonido de la campana, No hay yo ni campana, lo único que existe es el tañido, ese día no había “yo” alguno experimentando esa claridad, sólo había claridad, sólo el despliegue instante tras instante de lo absolutamente obvio.
Tampoco había, en ese momento, forma alguna de saber todo eso, porque no había pensamiento que nombrase nada como “experiencia”. Lo único que había era lo que estaba ocurriendo, sin forma alguna de conocerlo. Las palabras llegaron luego.
Y también había la sensación omnipresente de que todo estaba bien, de que todo estaba impregnado de una sensación de paz y de ecuanimidad, como si todo fuesen versiones diferentes de esa paz, aparte de la cual nada existía. Yo era la paz, y también lo eran el pato que sobrevolaba la escena y la anciana
renqueante; la paz lo saturaba todo, todo estaba lleno de esa paz, de esa gracia y de esa presencia incondicional y libre, de ese amor desbordante que parecía ser la esencia del mundo, la razón misma del mundo, el alfa y el omega de todo. A esa paz parecían apuntar las palabras “Dios”, “Tao” y “Buda”. Esa era la experiencia a la que, en última instancia, parecen apuntar todas las religiones. Ésa parecía la esencia misma de la fe, la muerte del yo, la muerte del “pequeño yo”, con sus mezquinos deseos, quejas y planes, la muerte de todo lo que aleja al individuo de Dios, la muerte incluso de la misma idea de Dios (no en vano los budistas dicen: ¡Si ves al Buda, mátale!) y la zambullida en la Nada que se revela como Dios más allá de Dios, la Nada que constituye la esencia de todas las cosas, la Nada que da origen a todas las formas, la Nada que es el mundo con todo su sufrimiento y maravilla, la Nada que es la Plenitud total. Pero esa supuesta “experiencia religiosa” no es ningún tipo de experiencia, porque en ella el “yo” que experimenta ha desaparecido. No, eso es algo previo y que se encuentra más allá de toda experiencia. Es el fundamento de toda experiencia, el sustrato mismo de la existencia que nadie podría experimentar por más que el mundo durase mil millones de años más.
Pero aunque ese día no había nadie, todo estaba en su sitio. Más allá de la experiencia —o, mejor dicho, más allá de la falta de experiencia—, estaban los patos agitando sus pequeñas alas, las gotas de lluvia chorreando por mi cuello, los charcos bajo mis zapatos ahora llenos de barro, el cielo plomizo y otros cuerpos, como el mío, chapoteando en los charcos, unos paseando con sus perros, otro solos, otros abrazados a sus seres queridos y otros apurándose para escapar del aguacero.
Y todo estaba envuelto de una gran compasión. Pero no se trataba de una compasión sentimental ni de una compasión narcisista, sino de una compasión intrínseca al hecho mismo de estar vivo, una compasión que parecía la esencia misma de la vida, una compasión que parecía latir en toda cosa viva, una sufrimiento es idéntico al mío y que tu alegría es la mía. Pero no porque se trate de un principio que hayamos leído en la Biblia, que nos haya transmitido una persona a la que tenemos en muy alta estima o porque se trate de ideales a los que queremos atenemos, sino porque ésa parece ser la esencia misma de las cosas, la naturaleza de toda manifestación, puesto que todos somos expresión de algo infinitamente superior que nos trasciende.
Pero por más que la palabra “nosotros” parezca transmitir la idea de separación, esa compasión está más allá de las palabras y más allá del lenguaje. Esa compasión, de hecho, trasciende toda idea de
“compasión”, porque se origina en el hecho de que no existe ningún tipo de separación, de que la
separación es una Ilusión y de que, en realidad, nosotros somos los demás, que yo soy tú, que tú eres yo, que no podemos existir sin los demás, que yo no puedo ser sin ti y que, sin mí, tú tampoco puedes ser. Y ésta no es una expresión de sentimentalismo insípido, sino algo muy real: nos necesitamos, estamos inextricablemente unidos y no podemos vivir sin los demás y sin todas las cosas que nos rodean. Yo no podría vivir sin ese árbol que ahora me protege de la lluvia, sin las gotas de lluvia que empapan mi espalda, sin la anciana que camina fatigosamente delante de mí (y que con tanto cuidado evita los charcos); no podría vivir sin el estanque, los patos, los cisnes, mi abrigo nuevo protegiéndome del frío y el hombre que pasea a su perro y que, al cruzarse conmigo, me saluda con una sonrisa.
Todos estamos unidos y todas las cosas están unidas a todas las demás, lo que quiere decir que, en realidad, no existe ninguna “cosa” separada. Lo único que existe es la Unidad y la totalidad, sólo el Buda, sólo Cristo, sólo el Tao, sólo Dios. Nada existe separado.
Decir que ese día no había “yo” es lo mismo que decir que sólo había Dios, que sólo había Cristo, que sólo había Tao, que sólo había Buda, que sólo había Unidad, que sólo había Espíritu y que Jeff había desparecido y se había fundido con todo eso. No había Jeff alguno separado de todo lo que aparecía. Jeff no era más que una historia contada por un narrador, una historia tejida por un narrador muy imaginativo. Jeff estaba simultáneamente ausente de la escena e inmerso por completo en ella; Jeff no era nada y, al mismo tiempo, lo era todo, estaba presente en su ausencia y ausente en su presencia; había muerto, pero era, simultáneamente, la eclosión misma de la vida.
Y sí, también había lágrimas. ¿Existe acaso, ante tal descubrimiento, respuesta más adecuada que el llanto? Pero también hay que decir que se trataba de un descubrimiento muy curioso y que, en realidad, tenía muy poco de descubrimiento porque, puesto que nunca había perdido nada, tampoco había
encontrado nada. Esa claridad siempre había estado ahí, pero me había pasado la vida mirando hacia otro lado e ignorando la evidencia. Dios siempre había estado ahí, en el momento presente, en medio de todas las cosas, pero había desperdiciado la vida buscándole en el futuro. La mente de Buda siempre había sido mi propia mente, pero me había pasado años esforzándome en alcanzarla. Cristo había sido crucificado y había resucitado y caminaba entre nosotros, llenando nuestra vida de amor incondicional, pero me había pasado la vida creyendo que estaba en otra parte, en otro mundo (o en este mundo, pero no en mi vida). No, nada había que encontrar, porque no había perdido nada. Quizás fue la comprensión de lo absolutamente obvio lo que ese día me sorprendió, la comprensión de que no había nada que comprender, la comprensión de que todo lo que siempre había querido se hallaba, siempre había estado y siempre estaría, frente a mí. Entonces me di cuenta de que siempre y en todo momento podemos acceder a la paz, el amor y la alegría y de que el amor, el amor puro e incondicional, el amor de Jesús, el amor del Buda y el amor que trasciende toda comprensión constituye el fundamento de todas las cosas y la razón misma por la que todo ya está aquí, En realidad, siempre ha estado aquí, aguardando pacientemente el momento de mi regreso a casa.
Y ahí, bajo la lluvia, supe finalmente que estaba en casa y, lo que es más importante, que siempre lo había estado y que siempre lo estaría, y que aun en medio de las lágrimas, del sufrimiento, de la oscuridad y de la desesperación, en todos esos momentos y en muchos otros, el Hogar de los Hogares siempre había estado ahí. La posibilidad de acceder al Reino de los Cielos y la gracia de Dios siempre y en todo momento han estado presentes, en las duras y en las maduras, en la salud y en la enfermedad, por los siglos de los siglos…
Fue un paseo otoñal y húmedo en un día muy normal y corriente. Pero en esa misma normalidad se reveló lo extraordinario, resplandeciendo tan intensamente en la humedad, la oscuridad y el barro del suelo que el yo se disolvió, desapareció y se convirtió en Ello.
Y aunque esta descripción suene como si hubiera ocurrido algo muy especial, ese día, bajo la lluvia, no pasó absolutamente nada. Sólo fue un paseo normal y corriente un día de lo más normal y de lo más corriente.
Atravesé la gran puerta de hierro, crucé la calzada y me uní a otras personas para esperar, bajo la marquesina de la parada, la llegada del autobús.
Nada había cambiado, pero todo era diferente. Había atisbado algo, algo muy profundo y extraordinario que, a pesar de ello, era completamente normal y corriente. No había nada sorprendente en el hecho de que lo más ordinario se revelase como el significado único de la vida y de que quien hasta entonces había creído ser se revelase como un mero relato.
No había nada sorprendente en el hecho de que lo divino se revelase en lo absolutamente obvio y de que Dios fuese uno con el mundo y estuviera presente en todas y cada una de las cosas.
Subí al autobús y, cuando la lluvia arreció contra sus sucios cristales, sonreí. ¡Qué auténtico regalo estar vivo, ahora, en este instante, en este cuerpo y en este lugar concretos, aunque todo sea un sueño, aunque todo sea impermanente y aunque, por más que busquemos, no encontremos sino vacuidad!….
Jeff Foster




El despertar de Hayes

Una fría noche de invierno de 1981 me desperté con un dolor punzante en el brazo izquierdo y con el corazón saltándome en el pecho de tal modo que parecía que se me iba a salir por la boca. Me levanté de la cama y me senté en el suelo, con las piernas cruzadas, aferrado a la espesa alfombra marrón y dorada, mientras intentaba entender lo

que me sucedía. Era como si tuviera una losa pesada en el pecho. Entonces, y con una satisfacción tan profunda como perversa, me di cuenta de que estaba teniendo un infarto de miocardio. No era otro ataque de pánico. Esto no era un truco de mi mente enferma.

 Era real. Era físico. «Estás sufriendo un infarto —pensé—. Tienes que llamar a una ambulancia.» Recuerdo haber pensado lo extraño que me resultaba estar sufriendo un infarto de miocardio: «Esto no debería pasarle a un hombre de treinta y tres años». Mi padre, Charles, había sufrido un infarto de miocardio a los cuarenta y tres años de edad, pero

era un alcohólico con sobrepeso que fumaba como un carretero. Era un hombre afectuoso, pero triste, que había abandonado una carrera prometedora en el béisbol profesional y se había convertido en comercial (durante un tiempo vendió cepillos de puerta en puerta) y que no había podido aceptar cómo le habían ido las cosas. Yo no fumaba y tampoco bebía en exceso. No llevaba a mis espaldas el peso de mis fracasos

como una bolsa de carne podrida cuyo hedor solo se podía disimular con un gin-tonic tras otro. Estaban a punto de recomendarme para una plaza de profesor titular en una importante universidad estatal.

 Y, sin embargo, los signos eran inconfundibles. Apoyé dos dedos en el cuello para tomarme el pulso. «Como mínimo, ciento cuarenta pulsaciones por minuto», me dije. Mi sensación de satisfacción justificada se intensificó. Estaba pasando de verdad. La voz de mi cabeza me apremiaba: «Tienes que ir a urgencias. No es una broma. Llama a una ambulancia. No puedes conducir así». Me detuve, pero la voz se hizo aún más insistente: «Hazlo. Y hazlo ya». Tendí la mano para coger el teléfono y hacer la llamada, pero estaba temblando tanto que lo derribé y cayó al suelo. Entonces, mientras me encontraba allí tendido,

empecé a sentir una extraña desconexión del cuerpo, como si estuviera junto a mí, mirándome desde fuera. El tiempo se ralentizó, era como ver una película a cámara lenta. Aunque la mente me gritaba que estaba a punto de morir, parecía estar observándome a  mí mismo desapasionadamente y desde un lugar muy alejado del drama. Observé cómo

tendía una mano para aferrar el teléfono, que seguía pitando en el suelo, y me sorprendí al ver que la mano dudaba y se retiraba de nuevo, para volver a descansar en mi regazo. La mano lo hizo otra vez: se estiró rápidamente para volver a retroceder poco a poco. Y otra vez.

«Qué cosa más rara, fíjate», pensé.

 

Empecé a imaginar lo que sucedería si hacía la llamada. Vi cómo se desarrollaba el drama de ser transportado al hospital y de llegar a urgencias como si fuera el avance de una película. Sin embargo, la escena final me horrorizó, porque de repente me di cuenta de lo que esa «película» iba a explicar. «Oh, no —supliqué internamente, esperando una salida—. Por favor, eso no.»

 

En mi imaginación, un doctor joven y algo engreído se inclinaba poco a poco sobre mí, aún en la camilla y, cuando me fijé en su cara, vi que me miraba con desdén. El corazón me dio un vuelco y un escalofrío me recorrió de arriba abajo. Sabía lo que estaba a punto de decirme.

«Doctor Hayes..., no está teniendo un infarto de miocardio —entonó con una mueca cada vez más pronunciada—. Lo que está teniendo es... un ataque de pánico.» La pausa era dramática, para intensificar el efecto.

 

Sabía que tenía razón. No haría la llamada. No pensaba montar ninguna película esa noche. Sencillamente, acaba de descender otro peldaño en el infierno de mi trastorno de pánico. Mi mente había logrado convencer a mi cuerpo para que imitara un infarto de miocardio.

Algo en mí no funcionaba y estaba tan estropeado que nada ni nadie podía salvarme. Había intentado todo lo que se me había ocurrido para superar la ansiedad, pero esta no había hecho más que crecer. No tenía escapatoria. De mi interior salió un extraño y prolongado grito ahogado, lleno de desesperanza. Solo había oído salir de mí un grito semejante en una ocasión anterior, cuando trabajé en una fábrica para pagarme los estudios y quedé atrapado en una máquina gigantesca que

hacía papel de aluminio y que casi me aplastó. Ahora me sentía tan atrapado como entonces. No era un grito cualquiera. Era un grito de desesperación. Un grito ante la muerte inevitable.

 

Efectivamente, algo murió esa noche. Pero no fue mi yo físico, sino mi

identificación con la voz de mi cabeza. Esa voz incesante y crítica que había convertido mi vida en un verdadero infierno.

Ese largo grito no era esperanzador. No era un plan. Solo significaba una cosa: «Basta ya». Estaba harto.

Permanecí sentado en silencio varios minutos más. Sin planes. Sin soluciones. Sin contraargumentos. Sencillamente, un «¡no!, ¡basta ya!».

Entonces sucedió algo. En cuanto toqué fondo, sentí como si se hubiera abierto una puerta. Vi que disponía de una alternativa potente que me llevaría en la dirección opuesta, a ciento ochenta grados de la que había mantenido hasta entonces. De repente, tuve una imagen clara del Dictador Interior, casi como una entidad ajena a la que yo mismo había permitido que me gobernara. Yo había permitido que la voz suplantara a la parte de mí que tenía conciencia y capacidad para decidir. La experiencia fue como desaparecer en una película para, entonces, darme cuenta de que en realidad estaba sentado en una butaca y que solo era un espectador. Había desaparecido durante años en mi propia mente y en sus dictados. De repente, ya no veía mi situación desde la perspectiva de la «historia de yo»; el yo que estaba observando

estaba más allá de las historias basadas en el ego, ya fueran buenas, malas o indiferentes.

 

El yo que estaba observando carecía de límites que se pudieran palpar de forma consciente, no era más que conciencia; conciencia desde la perspectiva del aquí y ahora. En un sentido profundo, era conciencia en estado puro. Este fue mi primer viraje, desde mi yo conceptualizado y definido por el Dictador, a un yo que adoptaba perspectiva. Vi con repentina claridad que las historias que mi mente analítica me había contado acerca de mí mismo no definían mi identidad, sino que eran

el producto de un conjunto de procesos cognitivos que estaban en mí. Eran procesos que podía usar como herramienta si así lo decidía, pero no estaba obligado a escucharlos y, ciertamente, no definían quién era.








miércoles, 23 de septiembre de 2020

Canal de Youtube Psicoterapia y Bienestar

El Proyecto Psicoterapia y Bienestar 

Es un canal dedicado a compartir información acerca de Psicología Clínica,  Psicoterapia y Salud mental.


https://www.youtube.com/channel/UCEDIjMhyCqR-5mVAaMozNjA







No eres tus pensamientos

En Psicoterapia tenemos una tecnología terapéutica casi infinita para el trabajo con pensamientos, por supuesto que el consultante llegará a un punto en que se dará cuenta por si solo que no es sus pensamientos y cuando eso pasa los cambios son increíbles, me ha tocado tratar a personas con TOC y cuando se dan cuenta que no son sus obsesiones, las mismas se desvanecen

 En Psicoterapia las personas aprenderán a relacionarse con los pensamiento como pensamientos y no como hechos absolutos, aprenderán a distinguir entre un hecho y un pensamiento, entre el pensamiento y el pensador, se darán cuenta que no son sus pensamientos y aprenderán a mirar a sus pensamientos y no desde sus pensamientos, a responder de manera consciente al pensamiento de acuerdo a lo que es importante en ese momento y no a reaccionar al mismo, y si es TCC entonces la persona aprenderá a cambiar el contenido de sus pensamientos, no solo la relación o la función como en los modelos contextuales

 Para lograr esto tenemos a la defusion Cognitiva, ejercicios de Mindfulness, toma de perspectiva, experimentos conductuales y metacognitivos, exposiciones a pensamientos, el debate cognitivo en todas las formas posibles y a todos los niveles, metáforas, ejercicios experienciales, hablar de la mente como algo externo, por mencionar algunos procedimientos, realmente hay muchísimos más

 Sin embargo ese no soy mis pensamientos que logramos en Psicoterapia es extremadamente superficial comparado con el no soy mis pensamientos que hace la gente de espiritualidad, la persona termina su tratamiento de manera exitosa, sin embargo sigue creyendo que hay un yo psicológico, sigue pensando que hay un observador y que son la voz que escucha en su cabeza cuando no sé trata de pensamientos que son relacionados con su motivo de consulta, siguen creyendo en su historia de vida, completamente identificado con su yo psicológico y bueno tiene todo el sentido, el objetivo de la Psicoterapia no es desaparecer al yo psicológico, sin embargo si el objetivo es que la persona se dé cuenta que no es sus pensamientos sería importante que noten que el pensamiento y el pensador son lo mismo y a partir de ahí empezar...